La
cuarentena es milenaria y algunos hombres la han afrontado con valor en
distintos momentos de la vida. Cuarenta días y cuarenta noches duró la tormenta
del diluvio, cuarenta años duró el éxodo de Egipto y cuarenta días y cuarenta
noches vagó Jesucristo por el desierto antes de probar bocado. Yo creí que
resistiría más que el pueblo hebreo.
Han
pasado varios meses y como Noé recién vuelto al mundo, quisiera ahogarme de
borracho hasta perder el juicio. Tal vez yo sí me quede a mitad del camino o no
soporte la tentación del demonio. No soy religioso, pero daría mi alma porque
Dios aparte de mí este cáliz. Si este confinamiento no acaba pronto, terminaré por
estrangular a mi compañero de cuarto.
La
idea del crimen nunca me ha disgustado. Como Henry Jekyll, lo único que lamento
es no poder entregarme sin piedad ni remordimiento a los impulsos más atroces
que todo hombre guarda en lo más profundo de su alma. Ahora mismo no sé si es
Jekyll o Hyde quien escribe estas líneas.
Acabábamos
de pagar el alquiler de cuatro meses cuando una peste venida de Oriente hizo
cerrar las puertas de la universidad donde estudiábamos. Hugo ocupaba la mitad
de aquella habitación donde nos alojábamos desde el verano pasado. Si bien, yo nunca
he sido muy sociable, la idea de compartir la vivienda con un desconocido me
importaba poco ya que yo sólo iba a dormir a aquel hospicio. El problema
sobrevino con la pandemia. Teníamos a penas lo suficiente para sobrevivir unos
cuarenta días sin tener que darle la cara a la peste y cada quien se ocupaba de
sus asuntos, los de Hugo a mí no me importaban.
Yo
tenía demasiado trabajo como para interesarme en su vida. La lectura de los
cuadernos de Rafael Tomé ocupaba mis días: descifrar su caligrafía, transcribir
sus manuscritos, construir su biografía (ahora que se cumplían diez años de su
fallecimiento y ninguno de sus epígonos se había preocupado por rescatar sus
inéditos), redactar mi tesis, que sería sobre este poeta desconocido, y
corregir mi propia obra.
Hugo
era estudiante de noveno en la Facultad de Derecho, según he sabido. Me lo
encontraba más a menudo en la universidad que en la propia habitación que
compartíamos, así de diferentes eran nuestras rutinas.
Me
había disculpado con él desde el principio haciéndole saber que no se trataba
de nada personal. Que el trabajo que estaba realizando me exigía extrema
concentración, le dije que se olvidara de mi presencia y que, salvo por mi mesa
de trabajo, podían Argos y él disponer del resto del cuarto como mejor les
placiera. Hugo redactaba informes y contestaba llamadas todo el día y Argos, su
gato, lo pasaba durmiendo. Yo, apenas notaba la presencia de ambos.
El
primer mes trabajé sobre un diario de Rafael Tomé hallado en distintos
cuadernos que revelarían su verdadera naturaleza. Acceder a su obra desconocida
me llevó cerca de un año. Desde junio del año pasado visitaba a su viuda para
leer o traerme sus cuadernos de notas y ella había confiado en mis manos cerca
de un centenar de ellos, mismos que ahora tengo delante de mí.
Hugo
y yo apenas cruzábamos palabra a la hora de la comida. Por tratarse de la obra
de Tomé, accedía a comer con él en la mesa de la sala. Y nunca he traído
siquiera (o principalmente) café a mi mesa de trabajo. El tercer domingo de
abril di por terminada la transcripción del Diario
y redacté el prólogo. Luego comencé a trabajar en la obra que me animó a narrar
esta historia. Mientras examinaba el cúmulo de manuscritos de Rafael Tomé, había
llamado mi atención un cuaderno que llevaba por título Dante, el libro lleno pero, en aquella ocasión, más apremiado por
terminar el Diario, sólo revisé que
no contuviera páginas relacionadas a éste. Ahora que el primer trabajo estaba
terminado, comencé a estudiar aquel manuscrito.
Dante resultó
ser un asombroso ensayo sobre el poeta florentino de principios del
renacimiento. Lo leí con avidez y apenas me costó trabajo transcribirlo ya que
su redacción estaba bastante cuidada, excepto por un capítulo en donde Tomé
analiza algunos episodios del Infierno.
Éste presentaba varias tachaduras y correcciones.
En
un principio omití aquellos párrafos por considerarlos innecesarios, pero luego
sentí curiosidad por saber qué era aquello de lo que mi amigo se había
arrepentido. La interpretación de esos fragmentos tachados me llevó varios
días, pero resultaron ser de suma importancia y me permitieron avanzar sobre mi
investigación.
Se
trataba de varias teorías sobre el pasaje de los capítulos trigésimo segundo y
trigésimo tercero del Infierno donde
se cuenta la terrible historia del Conde Ugolino. Recordará el versado lector
que aquél se encontraba royendo la cabeza a Ruggieri mientras permanecían
condenados al hielo eterno. Yo conocía bien la obra de Dante Alighieri, pero
nunca antes había leído teorías tales sobre aquel personaje.
Un
hombre que devora a otro hombre es casi igual a un hombre que devora a una
bestia, por muy pequeña que esta sea. Con mirada discreta comencé a prestar
atención a la forma en que mi compañero de cuarto acariciaba al felino. A veces,
para besarlo, de una sola mordida le habría arrancado la cabeza. Entonces, la
fantasía de apoderó de mi pensamiento, imaginé a Hugo poseído por el alma del
Conde. La antropofagia era un pecado que yo no podía permitir, aunque ahora se
tratara de un gato. ¿Cuántos hombres o animales no habría devorado ya aquella
alma perversa desde el siglo XIII hasta nuestros días usurpando cuerpos para
alimentarse hasta el fin del mundo? No, no…, yo no podía permitir aquella
impiedad.
Mientras
más leía y releía aquellos fragmentos del libro de Rafa un odio profundo se fue
acentuando en mi alma. Yo en lugar de Dante habría decapitado a Ugolino y a
Ruggieri para acabar con la perversidad de uno y con el sufrimiento de ambos,
aunque para hacerlo tuviera que matar al propio Virgilio. Así de terribles eran
aquellas líneas que con justa razón Rafael trató de borrar de sus cuadernos y
que ahora yo no me atrevo a repetir. Basta decir que ahora duermo con el terror
de que el espectro de Ugolino irrumpa en esta habitación y quiera devorar a
cualquiera de los tres. Aunque casi estoy seguro de que su alma ya se encuentra
aquí e intuyo también el cuerpo que parasita.
Si
sobrevivo a este encierro correré a plantar una viña.